Infierno. – Penas interiores
Composición de lugar. “Ver con la vista de la imaginación
la longura, anchura y profundidad del Infierno”.
Y verme a mí mismo resbalando hacia él y la Virgen
Santísima dándome la mano para que no caiga.
Petición. “Interno sentimiento de la pena que padecen los
dañados, para que, si del amor del Señor eterno me olvidare por mis faltas, a
lo menos el temor me ayude para no venir en pecado.”
Punto I. Recordemos brevemente los tormentos que considerábamos en
la meditación anterior y reflexionemos lo que todos ellos juntos irritarán la
sensibilidad del infeliz condenado, teniendo en cuenta los efectos que en este
mundo producen en las almas enfermedades y tormentos, que no son ni sombra de
los de allá. ¿Qué efecto hará todo esto en la imaginación del condenado? Tal es
la fuerza de esta facultad, que muchas veces duplica las enfermedades y llega
hasta producir la muerte. ¿Qué hará en el infierno esta “loca de la casa”, ya
no exaltada por vanas aprensiones, sino por la terrible y desesperante
realidad? ¿Qué hará todo el ejército de las pasiones, revuelto y desenfrenado,
si aun en este mundo desgarra muchas veces el alma con desesperaciones y odios
infernales?
La memoria del prófugo esclavo de María recordará los días
apacibles que en el mundo pasó bajo la mirada de amor de tan dulce Señora, la
ingratitud con que abandonó su devoción, las personas conocidas suyas que, por
haber sido fieles a Ella, gozan de su presencia en el cielo. Discurrirá su
entendimiento sobre la facilidad con que pudo salvarse, y la irremediable
desgracia en que se ve; la voluntad estallará en odio salvaje contra la más
amable de las criaturas, querrá, como perro rabioso, despedazar con sus dientes
el rosario y el escapulario, que eran en otro tiempo su consuelo y su
esperanza, y su lengua vomitará las más impuras blasfemias contra la Reina de
los Ángeles. ¡Madre mía!, y ¿será posible que algún día llegue a blasfemar de
ti un hijo que tanto te quiere?
P. II. La más terrible de las penas es la de daño. Acá no
acertamos a entenderla; pero a los corazones nobles y delicados les puede dar
de ella alguna idea aquella eterna despedida que da el condenado, en el día del
Juicio, a todos los que en algún tiempo amaba, semejante a un pobre náufrago
que tiende sus brazos hacia la playa de donde una ola le arrebata para siempre.
Pero el dolor de apartarse de todas las criaturas no valdrá entonces nada
comparado con el sentimiento de apartarse de Dios. Hay que entender la fuerza
que tiene la voluntad humana cuando concentra todas sus energías en un solo
objeto, al que no puede unirse nunca. ¡Cuántos crímenes cometen los hombres
arrebatados por una pasión que no pueden satisfacer! Pues si las prendas de una
criatura pueden de tal manera arrebatar el corazón, que le arrastren a la
desesperación extrema, cuando con ella no puede unirse, ¿qué será la infinita
hermosura y perfección de Dios cuando el entendimiento la conozca, libre de los
obstáculos que en esta vida le entenebrecen?
¡Oh Hermosura infinita y Amor de los Amores! Quiero ser
siempre esclavo de María, para que Ella no me deje nunca apartarme de ti.
P. III. Triste experiencia nos ha enseñado que puede apartarse de
Dios un alma que por algún tiempo la amó; y que si en ella no ha echado hondas
raíces la devoción a Nuestra Señora puede también perderla y perder con ella la
última tabla de salvación en el naufragio. San Ignacio enseña que “del amor del
Señor Eterno me puedo olvidar por mis faltas”. Las faltas plenamente
deliberadas me arrastrarán fácilmente por el resbaladero de la tibieza al
abismo del pecado. Pues para no resbalar necesito asirme bien del manto de
Nuestra Señora. Repetiré, por tanto, mil y mil veces: “¡No me dejes, Madre
mía!” Pero sobre todo procuraré no dejarla yo a Ella; seguir como fiel esclavo
todas las inspiraciones con que me convide a alejarme del mundo para acercarme
a Ella.