La vida del mundo y la vida mariana
Composición de lugar. Mirarme a los pies de la Divina Pastora,
como una oveja cansada y herida, que no quiere apartarse ya del redil.
Petición. Conocimiento de cuán poco valen los bienes del mundo y
cuánto me importa dejarlos para vivir con María.
Punto I. Los bienes del mundo son todos muy breves, pues por
largos que sean no pueden ser más largos que nuestra vida, y nuestra vida es
muy corta si se compara con la eternidad. ¡Y si al menos duraran cuanto dura la
vida! Pero son tan tornadizos y falaces como la experiencia de todos los días
nos lo declara. Pues ¿cuántos de la cumbre del honor ruedan a los abismos de la
deshonra? ¿Cuántos que abundan en riquezas en su juventud piden limosna en su
vejez? ¿Cuántas arraigadas amistades se olvidan con la ausencia y con la
muerte? ¿Cuántos vehementísimos amores se tornan odios inextinguibles?
En cambio, el amor de María, de su parte, es eterno; que no nos
deja mientras no la queramos dejar nosotros; y aunque la dejemos y la olvidemos
mil veces, otras mil volverá a abrirnos sus puertas y a tendernos sus brazos de
Madre si nos acercamos a ella. Las riquezas de la gracia que en su servicio
ganamos sólo con el pecado mortal pueden perderse, pero recobrada la gracia
tornan a recobrarse, y si las conservamos, en el momento de la muerte nos darán
eterna gloria y alegría. ¡Oh Señora nuestra bondadosísima! ¿Quién que tenga
seso no querrá dejar bienes tan breves y falaces para entrar de veras a servir
en tu casa?
P. II. Los bienes de la tierra, como de tierra que son, ensucian,
empequeñecen y degradan a nuestra alma espiritual, grande y hermosa, como hija
de Dios y nacida para el cielo.
El amor de estos bienes terrenales nos arrastra a cometer multitud
de pecados, veniales a lo menos; que no por ser manchas pequeñas deja de poner
el alma llena de inmundicias. Cuanto más nos aficionemos a las cosas del mundo,
aun a las lícitas e indiferentes, más nos empequeñecemos y degradamos, más
esclavos nos sentimos de nuestras pasiones, que tantas veces turban la paz
interna, entenebrecen el juicio y encadenan la voluntad.
“Más diferencia hay entre el alma y las demás criaturas corporales
que entre un muy caro licor y un cieno muy sucio. De donde así como se
ensuciara el tal licor, si le juntara con el cieno, de esta misma manera se ensucia
el alma que se ase a la criatura por afición, pues en ella se hace su
semejante; y de la manera que pararían los rasgos de tizne en un rostro muy
acabado, de esa misma manera afean y ensucian los apetitos desordenados al alma
que los tiene; la cual en sí es una hermosísima acabada imagen de Dios.” (San
Juan de la Cruz.)
Pobre alma, princesa del cielo, que pasas la vida en un lodazal,
cubierta de inmundicias, levanta a tu Señora los ojos, que su amor puede
limpiarte y redimirte. Si no aciertas a levantarte a Dios, hermosura infinita
para la que has nacido y única que puede llenar tu corazón; si su amor te
parece muy espiritual y muy seco para que pueda suplir al de los ídolos que
adoras; si tus ojos de topo no pueden resistir la vista del sol porque están
acostumbrados a sumergirse en la tierra, acostúmbralos primero a la claridad de
la luna y a la templada luz de la Aurora, purifícalos mirando a María, la Reina
de los Ángeles.
“Limpia, Señora, con las gotas de Sangre del Corazón de tu Hijo
las inmundicias de mis aficiones, y las pésimas manchas de mi corazón; limpia
mi fealdad; tú que siempre despides rayos de pureza.” (San José Himnógrafo.)
P. III. Los bienes de la tierra cansan el alma y atormentan al
espíritu.
“Cánsase y fatígase el alma que tiene apetitos, porque es como el
enfermo de calentura, que no se halla bien hasta que se le quite la fiebre y
cada rato le crece la sed; porque como se dice en el libro de Job: Cuando
hubiérese satisfecho el apetito quedará más apretado y agravado... Y
cánsase y aflígese el alma con sus apetitos, porque es herida y movida y
turbada de ellos como el agua de los vientos; y de esa misma manera la
alborotan sin dejarla sosegar en un lugar y en una cosa.” (San Juan de la
Cruz.)
Así que toda la miel de los goces mundanos viene a convertirse en
acíbar, y cuanto más se saborean, más hastío se siente. Dígalo el Sabio, que
después de probar de todos los gustos y honores hubo de escribir que “todo es
vanidad de vanidades y aflicción de espíritu”.
En cambio, el amar a la Virgen Nuestra Señora y el entregarse del
todo a Ella, y el vivir siempre en su compañía como fiel esclavo, trae al alma
una paz y un descanso que sólo quien lo siente puede entenderlo, y un contento
tan grande, que todos los regalos del mundo no son nada en su comparación. Los
mismos sufrimientos y humillaciones, que son fruta tan amarga, se hacen dulces
(como dice San Luis María) con este almíbar de la devoción de Nuestra Señora.
¡Oh Señora mía! ¡Cuándo romperé las cadenas de la esclavitud en
que ponen mi alma los menguados bienes del mundo para gozar de la dichosa
libertad de tus esclavos! Solve vincla reis.
Composición de lugar. Mirarme a los pies de la Divina Pastora,
como una oveja cansada y herida, que no quiere apartarse ya del redil.
Petición. Conocimiento de cuán poco valen los bienes del mundo y
cuánto me importa dejarlos para vivir con María.
Punto I. Los bienes del mundo son todos muy breves, pues por
largos que sean no pueden ser más largos que nuestra vida, y nuestra vida es
muy corta si se compara con la eternidad. ¡Y si al menos duraran cuanto dura la
vida! Pero son tan tornadizos y falaces como la experiencia de todos los días
nos lo declara. Pues ¿cuántos de la cumbre del honor ruedan a los abismos de la
deshonra? ¿Cuántos que abundan en riquezas en su juventud piden limosna en su
vejez? ¿Cuántas arraigadas amistades se olvidan con la ausencia y con la
muerte? ¿Cuántos vehementísimos amores se tornan odios inextinguibles?
En cambio, el amor de María, de su parte, es eterno; que no nos
deja mientras no la queramos dejar nosotros; y aunque la dejemos y la olvidemos
mil veces, otras mil volverá a abrirnos sus puertas y a tendernos sus brazos de
Madre si nos acercamos a ella. Las riquezas de la gracia que en su servicio
ganamos sólo con el pecado mortal pueden perderse, pero recobrada la gracia
tornan a recobrarse, y si las conservamos, en el momento de la muerte nos darán
eterna gloria y alegría. ¡Oh Señora nuestra bondadosísima! ¿Quién que tenga
seso no querrá dejar bienes tan breves y falaces para entrar de veras a servir
en tu casa?
P. II. Los bienes de la tierra, como de tierra que son, ensucian,
empequeñecen y degradan a nuestra alma espiritual, grande y hermosa, como hija
de Dios y nacida para el cielo.
El amor de estos bienes terrenales nos arrastra a cometer multitud
de pecados, veniales a lo menos; que no por ser manchas pequeñas deja de poner
el alma llena de inmundicias. Cuanto más nos aficionemos a las cosas del mundo,
aun a las lícitas e indiferentes, más nos empequeñecemos y degradamos, más
esclavos nos sentimos de nuestras pasiones, que tantas veces turban la paz
interna, entenebrecen el juicio y encadenan la voluntad.
“Más diferencia hay entre el alma y las demás criaturas corporales
que entre un muy caro licor y un cieno muy sucio. De donde así como se
ensuciara el tal licor, si le juntara con el cieno, de esta misma manera se ensucia
el alma que se ase a la criatura por afición, pues en ella se hace su
semejante; y de la manera que pararían los rasgos de tizne en un rostro muy
acabado, de esa misma manera afean y ensucian los apetitos desordenados al alma
que los tiene; la cual en sí es una hermosísima acabada imagen de Dios.” (San
Juan de la Cruz.)
Pobre alma, princesa del cielo, que pasas la vida en un lodazal,
cubierta de inmundicias, levanta a tu Señora los ojos, que su amor puede
limpiarte y redimirte. Si no aciertas a levantarte a Dios, hermosura infinita
para la que has nacido y única que puede llenar tu corazón; si su amor te
parece muy espiritual y muy seco para que pueda suplir al de los ídolos que
adoras; si tus ojos de topo no pueden resistir la vista del sol porque están
acostumbrados a sumergirse en la tierra, acostúmbralos primero a la claridad de
la luna y a la templada luz de la Aurora, purifícalos mirando a María, la Reina
de los Ángeles.
“Limpia, Señora, con las gotas de Sangre del Corazón de tu Hijo
las inmundicias de mis aficiones, y las pésimas manchas de mi corazón; limpia
mi fealdad; tú que siempre despides rayos de pureza.” (San José Himnógrafo.)
P. III. Los bienes de la tierra cansan el alma y atormentan al
espíritu.
“Cánsase y fatígase el alma que tiene apetitos, porque es como el
enfermo de calentura, que no se halla bien hasta que se le quite la fiebre y
cada rato le crece la sed; porque como se dice en el libro de Job: Cuando
hubiérese satisfecho el apetito quedará más apretado y agravado... Y
cánsase y aflígese el alma con sus apetitos, porque es herida y movida y
turbada de ellos como el agua de los vientos; y de esa misma manera la
alborotan sin dejarla sosegar en un lugar y en una cosa.” (San Juan de la
Cruz.)
Así que toda la miel de los goces mundanos viene a convertirse en
acíbar, y cuanto más se saborean, más hastío se siente. Dígalo el Sabio, que
después de probar de todos los gustos y honores hubo de escribir que “todo es
vanidad de vanidades y aflicción de espíritu”.
En cambio, el amar a la Virgen Nuestra Señora y el entregarse del
todo a Ella, y el vivir siempre en su compañía como fiel esclavo, trae al alma
una paz y un descanso que sólo quien lo siente puede entenderlo, y un contento
tan grande, que todos los regalos del mundo no son nada en su comparación. Los
mismos sufrimientos y humillaciones, que son fruta tan amarga, se hacen dulces
(como dice San Luis María) con este almíbar de la devoción de Nuestra Señora.
¡Oh Señora mía! ¡Cuándo romperé las cadenas de la esclavitud en
que ponen mi alma los menguados bienes del mundo para gozar de la dichosa
libertad de tus esclavos! Solve vincla reis.