El juicio particular
Composición de lugar. Mi cuerpo, en el lecho de
muerte, poco después de expirar; y mi alma ante la presencia de Jesucristo
Juez.
Petición. Temor del juicio de Dios, que me
aparte de los vanos temores del mundo y me sujete más a la Santa Esclavitud de
María.
Punto I. Terrible es caer en las manos de Dios
vivo para ser juzgado por el Juez que todo lo sabe y todo lo puede, en quien no
cabe engaño, ni injusticia ni misericordia tampoco, después que el tiempo de la
misericordia pase. Terrible ser juzgado por Jesucristo, Señor nuestro, el que
tanto nos ha amado y a quien hemos ofendido tanto. ¿Qué le responderemos cuando
nos muestre sus llagas y nos diga: mira lo que yo hice por ti, y responde lo
que has hecho por mí?
Aumentará el terror, sobre todo nuestra propia
conciencia, en la que se reflejan como en un espejo todos los pecados de la
vida.
“La Virgen Santísima en aquella hora no se entremete
en este juicio, porque en saliendo el alma del cuerpo se cierra la puerta de la
intercesión y del perdón, y se abre la de la justicia rigurosa.” (P. La
Puente.) Y ¿qué será de mí si mi única abogada me falta?... Pero no me faltará
si soy su esclavo, porque antes del juicio me habrá ella misma presentado al
supremo Juez, haciendo constar que soy todo suyo; y entonces me presentará ante
la Divina Majestad con grande confianza; aunque también con grande vergüenza y
confusión de no haber cumplido mejor con los deberes que la santa Esclavitud me
impone.
P. II. ¡Temerosa será la cuenta! ¡Riguroso el
examen! Todas las obras, palabras y pensamientos de la vida; todos los
beneficios recibidos de Dios, puestos en balanza con lo que hemos hecho para
corresponder a ellos; las almas encomendadas a nuestro cuidado que se han
perdido por nuestra negligencia (examinen aquí cómo cumplen con sus deberes los
sacerdotes, los padres, los maestros, los amos, etc.); las empresas de la
gloria de Dios que se han frustrado por nuestro egoísmo; el daño que hemos
hecho al bien de la Iglesia y de las almas con las pequeñeces de nuestras
pasioncillas indómitas. ¿Quién no temblará por tantos pecados ajenos de que tal
vez ha sido causa, aun suponiendo que no tengan mucho que temblar por los
propios?
Mas el alma fiel a la práctica interna de la
Santa Esclavitud no tiene motivo para estos temores. ¡Ella sí que ha
aprovechado bien su tiempo viviendo en compañía de su Señora! La presencia
habitual de María le habrá hecho caer en la cuenta de lo que en cada instante
debía hacer para la gloria de Dios; le habrá dado luz para conocer sus faltas
más ocultas y gracia para irlas enmendando y para dominar sus pasiones, de modo
que nunca haga daño a sus prójimos. Sus buenas obras, por imperfectas que en sí
sean, tienen, a los menos, no sé qué realce y brillo, no sé qué agradable
perfume para Dios, por haber pasado por las manos de María, su queridísima
Madre y Esposa. Y por pobre y miserable que a los ojos de Dios se encuentre el
esclavo de María, siempre tiene confianza en que los méritos de su Señora serán
su suplemento. Esta idea de San Luis María alentaba al gran León
XIII momentos antes de morir.
P. III. La sentencia ¿cuál será? ¿De salvación o
de condenación? Si de alguna manera he permanecido fiel a la consagración a la
Santísima Virgen (aunque no sea con la perfección que en el punto anterior
decíamos), de esperar es que mi sentencia será de salvación, por más que mis
faltas me expongan a largo y terrible purgatorio. Pero si del todo me he olvidado
de que soy esclavo de María, y dejando sus dulces cadenas he vuelto a enredarme
en la esclavitud del mundo y del pecado, entonces, ¡ay de mí!, ¿qué puedo
esperar?
“Cuidado con cruzarse de brazos, sin trabajar;
que mi secreto (es decir, la misma Santa Esclavitud), se
convertirá en veneno y vendrá a ser tu condenación.” (Secreto de
María.)
No será así, Señora mía, que yo espero con
vuestra gracia aprovecharme bien de este tesoro.
“Abridme el Corazón de vuestro Hijo
misericordioso. Reformad mi vida tan miserable, para que apoyado en vuestra
intercesión comparezca inocente ante el Juez, cuya benevolencia me
conciliaréis, y evite así los castigos con que atormenta a los impíos.” (San
Efrén.)