Espíritu del mundo
Espíritu del mundo
Composición de lugar. Vernos
navegando en un mar alborotado y hediondo, con los ojos fijos en la estrella
del Norte, María.
Petición. Conocer y detestar el
espíritu del mundo, que vive en nosotros, para vaciarnos de él por completo.
El espíritu del mundo es todo lo
contrario de la Santa Esclavitud, que nos impone nuestro fin, y que nosotros
queremos abrazar de la manera más perfecta al entregarnos como esclavos a
Nuestra Señora. San Juan lo define diciendo que es concupiscentia
carnis, concupiscentia oculorum, et superbia vitae. Meditemos sobre
estas palabras.
Punto I. Concupiscencia
de la carne: es decir, deseo de goces sensuales, de todo cuanto dé
gusto al cuerpo: en eso cifran su felicidad los infelices mundanos.
¡Cuánto nos aparta de nuestro fin
esta inmunda concupiscencia, por la cual no sólo el alma, sino también el
cuerpo sacude el yugo de la Santa Esclavitud! ¡Por criaturas tan viles, por
pasiones tan sucias, por deleites tan breves, nos apartamos de los eternos
amores, de los dulcísimos abrazos de Dios nuestro creador, nuestro Señor y
nuestro Padre!
Pero es tan difícil librarse de esta
concupiscencia... ¡Cuántos se hunden en ese mar de cieno! Yo mismo, si no estoy
hundido en el profundo, ¿no resbalo muchas veces hasta el borde del abismo?
¿Tengo la voluntad tan sujeta a la ley que en nada prohibido quiera dar gusto a
la carne? Si esto ya he conseguido, todavía la esclavitud a que mi fin me
sujeta, me induce a no dar gusto a este enemigo de mi alma, ni aun en lo
lícito, si no es en caso de que sea lo más conveniente para alabanza y servicio
de Dios.
Duro es esto, pero necesario para
vestir la librea de esclavo de María; pues su virtud característica es la
castidad (por eso la llamamos por excelencia la Virgen), y la castidad debe ser
también el distintivo de sus esclavos y de sus hijos, y esa hermosa virtud no
se alcanza sin la templanza y la mortificación, aun en las cosas lícitas. Pero
no nos desanimemos: todo será para nosotros suave, si nos acostumbramos a vivir
por María y con María. Cuando algo nos cueste, levantemos los ojos a mirarla, y
luego nos parecerá fácil.
P. II. Codicia
de los ojos: amor de las riquezas y comodidades, de los mezquinos
bienes de la tierra, del barro de este mundo, que no puede alimentar nuestra
alma inmortal y para Dios nacida.
El que se hace esclavo de esta
concupiscencia tirana forzosamente se aparta de Dios: porque, como dice
Jesucristo: Ningún siervo puede servir a dos señores; porque odiará al
uno y al otro amará, o porque se unirá al uno y despreciará al otro. No podéis
servir a Dios y al dinero. (Lc 16, 13)
¿Pago yo algún tributo a esa vil
concupiscencia? ¡Lejos de mí el amor de los míseros bienes del mundo! ¡Todos
mis tesoros a los pies de mi reina María! Hasta mis riquezas espirituales van a
ser suyas, ¡cuánto más las temporales! ¿Cómo podría ser esclavo teniendo
propiedad, y ser de la Reina del Cielo, teniendo el corazón pegado a la tierra?
Tal vez, aun después de haber dejado las riquezas, conservo el corazón pegado a
ciertas pequeñas comodidades. ¡Triste cosa que esos hilillos nos aten las alas
para no poder volar a Dios! Si no tenemos cadenas tampoco tenemos libertad, y
nuestra prisión es tanto más vergonzosa cuanto más fácil de romper. Pero luego
romperemos esas ataduras, si nos arrastra la suave cadena de la esclavitud de
María.
P. III. Soberbia
de la vida: es el sello del espíritu del mundo, que lleva la marca de
su padre, el gran soberbio Lucifer; es el sello especialmente del espíritu de
nuestro siglo de libertad e independencia, que repite como el ángel
caído: Non serviam; no quiero ser esclavo ni de Dios.
¡Cuán difícil es preservarnos del
contagio de esta peste que por todas partes se respira! Si tal vez nos creemos
libres de ella, ésa será la mejor prueba de que estamos muy inficionados.
Examinemos una y mil veces los motivos de nuestros actos, y hallaremos que
muchas veces, hasta los que parecen frutos sanos de virtud sólida, están
interiormente podridos, porque proceden de la viciada raíz de la soberbia.
Y ¿cómo nos preservaremos? Oponiendo
a la desenfrenada libertad la Santa Esclavitud, a la soberbia del mundo la
humildad de la Santísima Virgen; al Non serviam, grito de guerra
del demonio, el Ecce ancilla Domini, divisa de nuestra humildísima
Señora. Acostumbrémonos a obrar por ella y poco a poco nos irá entrando su
espíritu de esclava; y con esta dichosa esclavitud alcanzaremos la verdadera
libertad de espíritu y la dulcísima paz del corazón.