La Gloria del Paraíso
Composición de lugar. Ver la Ciudad de Dios, como la describe San Juan
(Apoc 12), iluminada por la claridad de Dios y del Cordero, semejante a las
piedras preciosas, al jaspe y al cristal.
Petición. Sentimiento interno de los goces del cielo que me ponga hastío
de los placeres del mundo y deseo de seguir a Nuestra Señora por el camino de
la Santa Esclavitud.
Punto I. ¡La Jerusalén celestial, la ciudad de Dios, la corte divina! ¿Quién
podrá entender su grandeza, riqueza y hermosura, aunque con la fantasía junte
en un lugar todo lo grande, rico y hermoso que hay en este mundo? Si aun en
este lugar de destierro puso Dios tantas cosas que nos parecen hermosísimas,
¿qué será aquella ciudad santa que fundó el Altísimo sólo para regalo de los
que ama?
Y ¿qué será gozar de la compañía de todo lo mejor que ha habido en el
mundo, tratar como amigos y hermanos a los hombres más grandes y santos que ha
habido en la tierra y a los mismos ángeles? ¿Qué abrazos daremos a los santos
de nuestra devoción? ¿Con qué cariño besaremos la mano de San José? ¿Qué cosas
nos contará el Ángel de la Guarda de la paternal providencia con que el Señor ha
enderezado toda nuestra vida?
Pero sobre todo esto, ¿qué será ver a la Reina de los Ángeles? Y ¿qué
será estrecharla en nuestros brazos?... Atrevámonos a esperarlo así; que no
puede negarnos este favor la que es nuestra Madre. Si tan dulce es acordarse de
Ella en la oscuridad del destierro, ¿qué será estrecharla en la intimidad de la
patria? Y ¿qué será cuando ella ponga en nuestros brazos a Jesús, fruto bendito
de su vientre?... Y todo esto aun es nada en comparación de la dicha de ver y
poseer a Dios y eternamente gozarle...
P. II. Veamos cómo la Santísima Virgen explica a su sierva la Venerable Agreda,
conforme a la doctrina común de los teólogos, los goces del cuerpo y del alma
en la patria celestial.
“Para que ahora, ayudada del discurso, pueda rastrear algo de la gloria
de Cristo, mi Señor, de la mía, y de los Santos, discurriendo por los dotes del
cuerpo glorioso, te quiero proponer la regla por donde en esto puedas pasar a
los del alma. Ya sabes que éstos son visión, comprensión y fruición. Los del cuerpo
son los que dejas repetidos, claridad, impasibilidad, sutilidad y agilidad.
A todos estos dotes corresponde algún aumento por cualquiera obra
meritoria, que hace el que está en gracia, aunque no sea mayor que mover una
pajuela por amor de Dios, y dar un jarro de agua. Por cualquiera de estas
mínimas obras granjeará la criatura, para cuando sea bienaventurada, mayor
claridad que la de muchos soles. Y en la impasibilidad se aleja de la
corrupción humana y terrena más de lo que todas las diligencias y fuerzas de
las criaturas pueden resistirla, y apartar de sí lo que las puede ofender y
alterar. En la sutilidad se adelanta para ser superior a todo lo que le puede
resistir, y cobra nueva virtud sobre todo lo que quiere penetrar. En el dote de
la agilidad le corresponde a cualquiera obra meritoria más potencia para
moverse que la tienen las aves, los vientos, y todas las criaturas activas,
como el fuego y los demás elementos para caminar a sus centros naturales.
Por el aumento que se merece en estos dotes el cuerpo entenderás el que
tienen los dotes del alma, a quien corresponden y de quien se derivan. Porque
en la visión beatífica adquiere cualquier mérito mayor claridad y noticias de
los atributos y divinas perfecciones que cuanto han alcanzado en esta vida mortal
todos los doctores y sabios que ha tenido la Iglesia. También se aumenta el
dote de la comprensión, o tensión del objeto divino; porque de la posesión y
firmeza con que se comprende aquel Sumo e Infinito Bien se le concede al justo
nueva seguridad y descanso más estimable que si poseyera todo lo precioso y
rico, deseable y apetecible de las criaturas, aunque todo lo tuviera por suyo
sin temer perderlo.
En el dote de la fruición, que es el tercero del alma, por el amor con
que el justo hace aquella pequeñuela obra, se le concede en el cielo por premio
grados de amor fruitivo excelentes: que jamás llegó a compararse con este
aumento el mayor afecto que tienen los hombres en la vida a lo visible; ni el
gozo que de él resulta tiene comparación con todo el que hay en la vida
mortal.”
P. III. ¿Cuál es el camino para subir a esta ciudad de las eternas delicias? No
hay más que uno: el que nos enseñó Jesucristo: el camino real de la santa cruz.
Áspero, duro y peligroso y por todas partes difícil para quien quiere andarle
solo; pero llano y suave, seguro y perfecto para quien le anda en compañía de
la Virgen Nuestra Señora, entregándose a Ella para ser siempre su esclavo. ¡Dichosa esclavitud, por
la que tan fácilmente alcanzamos la libertad eterna!
Terminemos saboreando en dulce coloquio la
Salve, que es el cantar de los desterrados que suspiran por el cielo.