16_12_20

Espíritu del mundo




 DÍA 2

Espíritu Del Mundo

Composición de lugar. Vernos navegando en un mar alborotado y hediondo, con los ojos fijos en la estrella del Norte, María.

Petición. Conocer y detestar el espíritu del mundi, que vive en nosotros, para vaciarnos de él por completo.
El espíritu del mundo es todo lo contrario de la Santa Esclavitud, que nos impone nuestro fin, y que nosotros queremos abrazar de la manera más perfecta al entregarnos como esclavos a Nuestra Señora. San Juan lo define diciendo que es concupiscentia carnis, concupiscentia oculorum, et superbia vitae. Meditemos sobre estas palabras.

Punto I. Concupiscencia de la carne: es decir, deseo de goces sensuales, de todo cuanto dé gusto al cuerpo: en eso cifran su felicidad los infelices mundanos.
¡Cuánto nos aparta de nuestro fin esta inmunda concupiscencia, por la cual no sólo el alma, sino también el cuerpo sacude el yugo de la Santa Esclavitud! ¡Por criaturas tan viles, por pasiones tan sucias, por deleites tan breves, nos apartamos de los eternos amores, de los dulcísimos abrazos de Dios nuestro Criador, nuestro Señor y nuestro Padre!
Pero es tan difícil librarse de esta concupiscencia... ¡Cuántos se hunden en ese mar de cieno! Yo mismo, si no estoy hundido en el profundo, ¿no resbalo muchas veces hasta el borde del abismo? ¿Tengo la voluntad tan sujeta a la ley que en nada prohibido quiera dar gusto a la carne? Si esto ya he conseguido, todavía la esclavitud a que mi fin me sujeta, me induce a no dar gusto a este enemigo de mi alma, ni aun en lo lícito, si no es en caso de que sea lo más conveniente para alabanza y servicio de Dios.
Duro es esto, pero necesario para vestir la librea de esclavo de María; pues su virtud característica es la castidad (por eso la llamamos por excelencia la Virgen), y la castidad debe ser también el distintivo de sus esclavos y de sus hijos, y esa hermosa virtud no se alcanza sin la templanza y la mortificación, aun en las cosas lícitas. Pero no nos desanimemos: todo será para nosotros suave, si nos acostumbramos a vivir por María y con María. Cuando algo nos cueste, levantemos los ojos a mirarla, y luego nos parecerá fácil.

P. II. Codicia de los ojos: amor de las riquezas y comodidades, de los mezquinos bienes de la tierra, del barro de este mundo, que no puede alimentar nuestra alma inmortal y para Dios nacida.
El que se hace esclavo de esta concupiscencia tirana forzosamente se aparta de Dios: porque, como dice Jesucristo: Ningún siervo puede servir a dos señores; porque odiará al uno y al otro amará, o porque se unirá al uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero. (Lc 16, 13)
¿Pago yo algún tributo a esa vil concupiscencia? ¡Lejos de mí el amor de los míseros bienes del mundo! ¡Todos mis tesoros a los pies de mi reina María! Hasta mis riquezas espirituales van a ser suyas, ¡cuánto más las temporales! ¿Cómo podría ser esclavo teniendo propiedad, y ser de la Reina del Cielo, teniendo el corazón pegado a la tierra? Tal vez, aun después de haber dejado las riquezas, conservo el corazón pegado a ciertas pequeñas comodidades. ¡Triste cosa que esos hilillos nos aten las alas para no poder volar a Dios! Si no tenemos cadenas tampoco tenemos libertad, y nuestra prisión es tanto más vergonzosa cuanto más fácil de romper. Pero luego romperemos esas ataduras, si nos arrastra la suave cadena de la esclavitud de María.

P. III. Soberbia de la vida: es el sello del espíritu del mundo, que lleva la marca de su padre, el gran soberbio Lucifer; es el sello especialmente del espíritu de nuestro siglo de libertad e independencia, que repite como el ángel caído: Non serviam; no quiero ser esclavo ni de Dios.
¡Cuán difícil es preservarnos del contagio de esta peste que por todas partes se respira! Si tal vez nos creemos libres de ella, ésa será la mejor prueba de que estamos muy inficionados. Examinemos una y mil veces los motivos de nuestros actos, y hallaremos que muchas veces, hasta los que parecen frutos sanos de virtud sólida, están interiormente podridos, porque proceden de la viciada raíz de la soberbia.
Y ¿cómo nos preservaremos? Oponiendo a la desenfrenada libertad la Santa Esclavitud, a la soberbia del mundo la humildad de la Santísima Virgen; al Non serviam, grito de guerra del demonio, el Ecce ancilla Domini, divisa de nuestra humildísima Señora. Acostumbrémonos a obrar por ella y poco a poco nos irá entrando su espíritu de esclava; y con esta dichosa esclavitud alcanzaremos la verdadera libertad de espíritu y la dulcísima paz del corazón.